lunes, 17 de abril de 2017

LAS PALABRAS DE LA MILI (I)

“Señores, se acabó la mili”, proclamó hace 15 años y un mes largo el entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, tras el Consejo de Ministros que aprobó la supresión del servicio militar obligatorio en España, la “mili”. Había tenido dos siglos de vigencia. Muchos celebramos la medida. No porque estuviéramos en puertas de ser llamados a filas, que ya habíamos cumplido con la patria siete u ocho lustros antes. En realidad, lo hicimos en calidad de padres de jóvenes en edad de incorporarse obligatoriamente al ejército. En mi caso, no me tenía por antipatriota ni defensor de objetores o insumisos, pero la inclinación protectora de la prole tira lo suyo. Más aún, cuando, por aquellas fechas, no dejaban de aparecer en los medios  −quizá intencionadamente−  casos de accidentes mortales entre los soldados que recibían la instrucción.
Básteme este recordatorio para entrar en la materia que me propongo, cual es la desaparición, olvido o venida a menos de algunos términos relacionados con la mili. Es lo que ocurre con muchas palabras habitualmente: dejan de utilizarse cuando ya no existe la realidad a la que aluden, lo mismo que aparecieron cuando hizo acto de presencia dicha realidad. Concretamente, me voy a referir a cuatro sustantivos, ampliables a cinco: los que se utilizaban para nombrar a los muchachos que tenían un pie fuera y otro dentro ya de las fuerzas armadas o que estaban iniciando su estancia en la milicia. Quienes anden ahora alrededor de los 40 años los recordarán.
 

        Comienzo por la palabra mozo. Aparte del significado general de “joven, persona de corta edad”, así como el de “soltero, célibe”, el diccionario de la RAE anota, entre otros muchos, este, que es el que interesa: “individuo sometido al servicio militar desde que era alistado hasta ingresar en la caja de reclutamiento”, es decir, desde que, al cumplir la mayoría de edad, era incluido en las listas de quienes deberían cumplir el servicio militar próximamente, hasta que se marchaba a su destino. Es necesario aclarar que la denominación de mozo con este sentido pertenecía al lenguaje de la Administración, pues en la lengua general equivalía simplemente a joven o muchacho. Hoy también en el habla habitual ha retrocedido, tanto en masculino como en femenino. Incluso el derivado “mocito/-a”, tradicional en Andalucía y sus proximidades con la acepción de “soltero/-a”, apenas se emplea, salvo en la expresión, algo despectiva, “mocito/-a viejo/-a”, o sea, soltero/-a ya mayor.
Muy próximo al anterior estaba el vocablo quinto. De acuerdo con el DRAE, se aplicaba al “mozo” desde que se sorteaba (o se “quintaba”), con el fin de encuadrarlo en un CIR o Centro de Instrucción de Reclutas para su formación, hasta que se incorporaba a él. “El nombre proviene de la contribución de sangre u obligación de servicio militar que Juan II de Castilla (1406-1454) impuso durante su reinado, según la cual uno de cada cinco varones debía servir en el ejército, disposición que Felipe V retomó en 1705”. (*) Sobre todo en los pueblos, existía la costumbre de celebrar una fiesta en honor de los quintos de cada período. Ya que las listas de mozos aparecían con periodicidad anual, entre los hombres era habitual que se aludiera a la “quinta”, más que al año de nacimiento, cuando contrastaban entre ellos su edad: “¿Tú y este sois de la misma quinta?”, “Yo soy de la misma quinta que mi primo Miguelito”. Tal uso queda respaldado por el DRAE, cuando define quinta como “reemplazo anual para el servicio militar” o incluso “conjunto de personas que nacieron el mismo año”. Por último, teníamos la locución “entrar en quintas”, equivalente a alcanzar la edad en que sería sorteado el joven.

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https://es.wikipedia.org/wiki/Quintos


(Continúa aquí)

LAS PALABRAS DE LA MILI (y II)

Tomemos ahora el vocablo recluta. El DRAE, además de definirlo como un sinónimo de “mozo”, añade una nueva significación: “soldado novato”. El recluta podríamos decir que viene cronológicamente después del mozo y del quinto, pues está ya fuera de la vida civil y dentro de la milicia, aunque lleve apenas unas semanas. Ya que la palabra esconde el matiz de principiante, llamaban “reclutas” a esos chavales los que, a su vez, eran conocidos como “veteranos”, es decir, los que cumplían ya bastantes meses en el CIR y veían a los recién llegados como novatos; muchos de ellos solían actuar de ayudantes o colaboradores en el manejo y formación de los nuevos. Si no estoy equivocado, se les consideraba oficial y administrativamente reclutas hasta que juraran bandera. La palabra viene del verbo “reclutar”, procedente del francés recruter, cuyo origen etimológico es el término latino recrescere, ‘aumentar’, ‘crecer’, ‘incrementar’; literalmente, ‘crecer de nuevo’. Si nos remontamos, así, a sus ancestros lingüísticos, diríamos que los reclutas eran los que acrecentaban o ampliaban o engrosaban cada fase del año el arsenal militar y lo renovaban.
        El cuarto vocablo, más coloquial, es guripa. Procede del caló kuripen, con el sentido de ‘policía, guardia civil o municipal’, aunque también ‘tonto, golfo o pillo’. Que yo recuerde, únicamente se empleaba en mi época juvenil entre los propios soldados, que se llamaban entre sí a veces guripas, como apelativo de confianza, y no iba más allá de significar ‘soldado’.
      Estas cuatro palabras, con el valor descrito, poseen ya muy escasa presencia en la conversación cotidiana, por la razón antes dicha. Igual que un quinto término, este enteramente coloquial, como es milicio. Se les asignaba a quienes, como el que esto escribe, hacían el servicio militar con un régimen especial, encuadrados en las denominadas Milicias Universitarias. Una vez atravesabas el ecuador de la carrera, podías solicitar el ingreso en ellas. Para ser admitido, debías superar unos tests psicológicos y unas pruebas físicas. Se cumplía el período en tres fases, de entre tres y cuatro meses cada una: una primera como recluta en un CIR, hasta que jurabas bandera; la segunda, en un cuartel del arma o instituto del ejército (Infantería, Caballería, Artillería) donde te hubieran inscrito, según los estudios universitarios que cursabas; terminada esta segunda etapa, alcanzabas la graduación de sargento o de alférez (antes, también de cabo) y como tal actuabas durante la tercera fase en un nuevo destino. Ofrecía ciertas ventajas y algunos inconvenientes, que no es momento de detallar.
En la actualidad, ser soldado es una opción voluntaria y todo el ejército español, soldados y mandos, está constituido por militares profesionales. Desde el punto de vista lingüístico, la pérdida terminológica no es muy amplia e incluso no arrasará todos los campos léxicos alusivos al alistamiento en el ejército, ya que, por vía de contratación, se siguen incorporando jóvenes, de ambos sexos ya. Y, en general, la estadística confirma que se crean o se toman de otras lenguas muchas más palabras que las que se pierden.
En otro orden de cosas, cuenta el profesor y escritor J.A. Herrero Brasas la siguiente anécdota: “Hace poco Gallardón, medio en serio medio en broma, me decía que, si en aquellos momentos hubiera sabido en qué dirección iba a evolucionar gran parte de la juventud española (indisciplina, botellón, indiferencia...), quizás hubiera defendido la abolición de la mili con menos apasionamiento. Yo, también medio en broma medio en serio, le dije que compartía su decepción” (**).
No sé, no sé...
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lunes, 13 de marzo de 2017

EL MAL DEBATE


               Uno de los fenómenos televisivos considerado como símbolo y emblema de la generación que vivió la transición española, fue el programa La Clave, dirigido y presentado por el extraordinario periodista José Luis Balbín. Se emitió entre los años 1976 y 1985, con alguna interrupción y unas cuantas censuras. En cierto modo, fue el espejo donde se miró aquella incipiente democracia y donde vio reflejado su ideal de sociedad y su aspiración a la convivencia pacífica. Para los que no llegaron a conocerlo, era un espacio dividido en dos partes: una película de gran calidad, relacionada con el tema que cada día se trataba, seguida de un largo debate entre personas con opiniones, trayectorias, dedicaciones… muy diversas, incluso opuestas, en relación con la cuestión elegida. Podríamos también denominarlo tertulia o coloquio, puesto que no se trataba de llegar a un acuerdo final, sino solo de exponer libremente las ideas y convicciones de cada uno, de mostrar diferentes enfoques y apoyos argumentales, de calibrar los efectos y consecuencias de diversos modos de pensar y actuar, etc. El diálogo se desarrollaba en un ambiente sosegado (incluso la iluminación era conscientemente relajante), de mutuo respeto y extrema delicadeza; es decir, lo más lejano a una enfurecida batalla por salir vencedor de… nada, porque allí no se ventilaba ninguna victoria ni derrota dialéctica ni supremacía ideológica, estética, etc. Me acuerdo especialmente de dos: uno, en el que realizó una extensa y pormenorizada declaración R. Serrano Súñer, y otro, en el que, creo que por primera vez en televisión, participaba Santiago Carrillo.   
           Todo lo contrario es lo que contemplamos ahora, con más frecuencia de la deseada y deseable, en bastantes de las discusiones que las diversas cadenas de televisión nos ofrecen. En unos programas concebidos como espectáculos ante un público ávido de tarascadas y fieros mordiscos, gritos y duros golpes…, acostumbrado como está a disfrutar de emociones fuertes, se agreden con virulencia muchos políticos, bastantes periodistas, artistas y personajes públicos, así como gente cuyo único oficio es el de mero tertuliano violento, o sea, profesional del género. Sus comportamientos no solo enjugan la sed de pelea de muchos espectadores (“entretienen mientras se emiten”), sino que surten de contenido gratuito a espacios posteriores, en los que el tema es el comentario de tales combates (“sigue entreteniendo durante semanas”). Comentario frecuentemente laudatorio, donde se ensalza la capacidad de los protagonistas para escarnecer y vilipendiar (“machacar”) al contrario como principal recurso. Y como exclusivo fin. De camino, se endiosa a los actuantes y se ahonda en la deformación de la estimativa del “gran” público.
               En el plano formal, uno de los secretos del éxito de un debate o coloquio está en el respeto a los turnos de palabra, o sea, en la ausencia de interrupciones. Cortar una exposición es lo mismo que destruirla, por aquello de que “argumento partido, argumento perdido”. Los que dedicábamos tiempo y esfuerzo en nuestras clases de Lengua a habituar a los alumnos a intervenir en coloquios y debates insistíamos en este punto y en inculcar el autocontrol cuando se les ocurría contestar en medio de una intervención ajena y a hablar cuando les tocara. Muchas veces afirmaban que entonces ya no valía la pena, era demasiado tarde, su réplica se devaluaba. En mi caso, trataba de inculcarles el valor y la utilidad de la “respuesta aplazada”, precedida de un resumen de aquello contra lo que se fuera a opinar y argumentar. Recuerdo que una profesora de Secundaria, asistente a un curso sobre esta materia, confesó  -para sorpresa de muchos, entre ellos un servidor-  que los debates así, tan ordenados, le parecían muy aburridos.
               Bastantes debates de hoy, tal vez con la orientación “lúdica” de la citada profesora o incluso persiguiendo un fin aún peor, sobrepasan la línea del respeto a la palabra de los demás, no ya interrumpiéndolos, sino aplicando un instrumento aún más perverso, como es la superposición de turno. Es decir, hablar mientras otro participante está en el uso de la palabra.  Me refiero no al mero corte puntual, más o menos espontáneo, no calculado, sino al propósito intencionado de silenciar al contrario, tapando su exposición con otra, dicha generalmente a más volumen. Junto con la descalificación como principal   -casi única-  arma, creo que supone la adulteración y perversión extrema de la discusión como medio de confrontar ideas y poner a prueba los argumentos, la ausencia total de respeto a las ideas de los demás y, por ende, a su misma persona. No importa que el público o los espectadores no se enteren de nada, mejor dicho, lo que importa es que no se enteren de nada y tan solo fijen su atención en que tal o cual tertuliano sobresale entre los demás porque controla el curso del diálogo, anulando y ofendiendo al resto. Naturalmente, no todos los componentes de los auditorios de debates así extraen, por suerte, las mismas conclusiones. Hay programas de determinadas cadenas de televisión que son auténticos modelos en el uso de la endiablada técnica que he descrito y, dado que llegan a mucha gente, se constituyen en modelos infectos y corrosivos. Se emiten otros, la verdad sea dicha, que recuerdan bastante a aquellas formas y actitudes de La clave, tan añoradas. Espero que no les resulten aburridos a demasiados televidentes.




domingo, 5 de marzo de 2017

"YO PIENSO DE QUE..."

Así se titula una de las secciones del programa diario “Herrera en la COPE”, dirigido y presentado por el popular Carlos Herrera. Consiste ese apartado en atender y, a veces, comentar varias llamadas o wasaps de los oyentes, tres o cuatro, que opinan sobre cualquier tema de actualidad. Se supone que dichas intervenciones comienzan por la expresión “yo pienso de que…!” para introducir la opinión o el parecer. Digo “se supone” porque no siempre se utiliza el giro “de que” y hay quienes dicen simplemente “yo pienso que…” o incluso emplean otro expresión de igual significado (a mí me parece que…”, “creo que…”, etc.).

La sección, muy breve, se sitúa antes que otra, también de llamadas, pero más extensa (una hora aproximadamente), donde los oyentes expresan su punto de vista o narran su experiencia sobre un tema previamente establecido por el equipo el programa. Aquí, la mayoría comienzan declarándose “fósforos” del programa y felicitan al equipo. Lo de “fósforos” es una deformación del término “forofo”, aceptada ya como legítima por todos los que actúan a un lado y otro del micrófono.
Creo que hay varios aspectos dignos de comentario en la frase “yo pienso de que…”. En primer lugar, el conocido “dequeísmo”, un error sintáctico consistente en la inclusión indebida de la preposición “de”. Existen en castellano verbos que exigen la construcción con “de” en determinadas circunstancias (“Hablar de música”, “Alegrarse de que venga”, etc.), pero la mayoría, no, como es el caso de “pensar” en este contexto. Así que, según la norma, el título del consabido programa debería ser “Yo pienso que…”. ´
Suelen aclarar los responsables del título que se trata de una variante tomada del habla coloquial (yo diría vulgar) y que tiene un sentido “irónico”, según le he oído al propio Carlos Herrera. Sinceramente, no veo la ironía por ningún sitio; mejor cabría llamar a esa pirueta lingüística “parodia”, puesto que lo que se logra con ella es ridiculizar un tanto el habla popular, a la que remite. Lo mismo sucede con el término “fósforos”: quizás algún oyente lo empleó algún día de manera no intencionada y, con la ayuda del presentador, hizo fortuna.
Otra faceta interesante de la construcción “yo pienso de que” emerge del verbo. En el DRAE, la definición del término más cercana a la que apreciamos en el título del programa radiofónico es la número 3, “Opinar algo acerca de una persona o cosa. ¿Qué piensas de él?”. Si tomamos este valor de “pensar” y construimos una oración en la que el complemento sea una proposición sustantiva encabezada por “de que”, aparece como aceptable la construcción, pese a la presencia de la preposición: “¿Qué piensas de que quiten la mili obligatoria? “, “Qué pensarán tus parientes de que te dejes el pelo largo?”.
Estas curiosas comprobaciones nos llevan a concluir que el verbo “pensar” con “de” solo es posible en enunciados en los que ese “de” equivalga, más o menos, a “acerca de” y el verbo se limite a significar lo que establece la RAE. No deberíamos hablar, pues, en tal caso de “dequeísmo”.

Estoy por afirmar, además, que la fórmula incorrecta del nombre del programa de Herrera proviene de una imitación improcedente o un análisis erróneo de la estructura considerada en último lugar: en efecto, a la pregunta “¿Qué piensas de que quiten la mili obligatoria?” se responde “Yo pienso DE que es una decisión nefasta”, contestando más al segmento introducido por “de que” que al interrogativo “qué” inicial, objeto de la pregunta; de ahí que se conserve la preposición. Lo adecuado sería, en todo caso, “Acerca de que quiten la mili obligatoria, yo pienso que es una decisión nefasta”. Por esa misma regla de tres, decía al principio que el espacio de Herrera debería denominarse “Yo pienso que…” sin más.