martes, 30 de junio de 2015

HIJO (I)

               Hace un año largo, en uno de esos programas que Juan Imedio tiene en Canal Sur con niños, creo que los viernes por la noche, apareció un chiquillo sevillano, cofradiero hasta la médula, mostrando orgulloso un trono pequeño, que se supone portan niños metidos debajo, como los costaleros adultos. El espigado presentador hizo intento de colarse en ese hueco, sin poder meter más que la cabeza. El joven semanasantero le espetó con energía: “¡Es que eres “mu” grande, hijo”.  Verdaderamente, la diferencia de edad y de estatura hacían chocante el uso de ese término, “hijo”. A mí me llamó la atención.
               Igual que me llama la atención oír en numerosísimas películas americanas el vocativo “hijo”, dirigido a algún muchacho o adulto joven por parte de hombres de cierta edad, con un tono de superioridad  no exento de desprecio o desapego al menos, sin importar la condición social de ambos: “Un inteligente abogado como tú no debería haber perdido esta causa, hijo” (frase dicha por el abogado oponente, un letrado ya curtido). Confieso que, aunque lo he intentado, no me ha sido posible determinar qué palabra inglesa se traduce ahí como “hijo”. Añado que nunca he visto aparecer en contextos parecidos la variedad femenina.
               Ambos empleos, muy diferentes a simple vista, me han llevado a examinar con cierto detenimiento los valores y usos de la palabra “hijo” en nuestra lengua. Partiendo del significado fundamental y básico de “persona respecto de su padre o de su madre”, el DRAE salta a consignar una acepción muy general, “expresión de cariño entre personas que se quieren bien”, pasando por alusiones conectadas con la primera y/o la segunda.  Sin embargo, tanto en los dos casos que he citado al principio, como en otros similares que luego referiré, me parece descubrir algo muy distinto: un matiz de recriminación, admonitorio, de protesta o queja, de acusación e incluso de mofa en la frase donde se incrusta el vocativo, que altera el significado del propio vocablo. El niño del trono chico pareció culpar al espigado locutor, y no a sus reducidas andas; el abogado ganador del juicio presumía a costa de su oponente, ironizando sobre su inteligencia, para añadir ese “hijo”, que parecía motejarlo de adolescente imberbe y novato.

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HIJO (y II)

               En una recolección apresurada y asistemática, me he encontrado con pinceladas de reconvención, afeamiento, acusación también, en momentos en que una persona no concede a otra una petición (un caramelo, por ejemplo) y esta lo despide entre malhumorado, despechado, deseoso de venganza y lleno de menosprecio: “Anda, hijo, a ver si te atragantas”, “Anda, hijo, métetelo… donde te quepa”. Miremos este otro ejemplo: una chica le enseña al novio su vestido nuevo, él apenas la mira y no dice nada, por lo que ella lo acusa: “Osú, hijo, qué esaborío eres” [“Jesús, hijo, que antipático eres”]. Nótese cómo en estos dos enunciados últimos, el vocativo “hijo” (o “hija”, aquí sí) va antecedido de una interjección (“osú”) o un verbo en camino de dejar de serlo (“anda”).
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Similar matiz negativo presenta, por último, el vocablo “hijo” en vocativo, cuando se quiere hacer ver a alguien (el “hijo”) que no ha hecho las cosas como debiera o como se esperaba: “Pero, hijo, mira cómo has dejado la cocina”, “No, hijo, así no conseguirás nada”, "Ay, hija, alegra esa cara".   
               En todos estos casos, en que la palabra “hijo” adquiere sentidos alejados del núcleo semántico originario, poblado de afecto, ternura, comprensión, proximidad, simpatía, etc., cabe preguntarse el motivo de tal mutación, mejor dicho, del paso de un extremo al opuesto. ¿Tal vez porque a los hijos, a pesar de que se les quiere, también se les advierte e incluso se les riñe si hacen lo que no deben o como no deben?  
               Termino narrando otra anécdota: desde hace años, suelo ir a comprar agua o cerveza a un mismo kiosco cuando vamos a la playa; el dueño y dependiente, siempre, siempre, siempre, me trata de “hijo”. Puesto que soy mayor que él y nunca me porto mal, sinceramente no acierto a descubrir en qué rara categoría semántica me encuadra.


jueves, 18 de junio de 2015

CONVERSACIÓN MÚLTIPLE

               Estaba pensando dirigirme por algún medio a algunos de mis contactos de wasap y a ciertos amigos de facebook, para censurarles una conducta viciada que a veces muestran en sus conversaciones digitales (chats). Decirles que no deben “hablar” con varias personas a la vez; que, aunque ellos digan que pueden atenderlas sin merma de atención, comprensión y respuesta, no llevan razón; que nuestra mente no está hecha para realizar diversas tareas simultáneas, sobre todo si son de cierta complejidad; que, si se actúa así, la recepción de los mensajes será muy superficial, a fogonazos, percibirán únicamente lo más llamativo; que no menos liviana, cuando no desenfocada, será la contestación; que no agrada a nadie esperar a que el otro termine con todas sus interlocuciones paralelas, antes de seguir con uno; que lo más seguro es que se acostumbren a este modo de comunicación múltiple y tan por encima, dados la inclinación a acumular y el gusto por la prisa, la impaciencia… tan de ahora; que terminarán por no saber ni poder asistir a otras modalidades donde sea necesario concentrarse en una sola señal, para efectuar una comprensión profunda, reflexiva, crítica, como la lectura de libros, el cine, la conferencia, etc.; que llegarán  -si no han llegado ya- a rechazar actividades como estas por mero aburrimiento, acostumbrada como tienen su mente a la saturación más absoluta, la velocidad, el estrés. Etc., etc.

               Como digo, esto, más o menos, tenía pensado expresarles a algunos amigos de facebook y contactos de wasap, cuando pasó por mi pantalla una página que me vino de perlas; me pareció que google me había leído el pensamiento. Es esta:

En ella se presenta a la holandesa Eline Esnel, directora de la Academia Internacional de Enseñanza de Mindfulness y su método de meditación para niños, recogido en Tranquilos y atentos como una rana, un libro que ha vendido 150.000 ejemplares en 27 paíases.Se le hace una breve entrevista, dirigida a dar a conocer y promocionar la obra. Dice literalmente:
"Estoy convencida de que los niños del siglo XXI tienen muchos problemas de concentración, demasiadas distracciones. Nuestro cerebro no está hecho para hacer muchas cosas al mismo tiempo, funciona mejor si se hace una cosa detrás de otra. Los niños de hoy en día esrán muy atareados. El botón de encendido les funciona muy bien, pero ¿dónde está el de pausa?".

               Pues ya he dicho lo que quería decir a mis contactos y amigos, y con palabras más autorizadas que las mías. Aplíquense el cuento, aunque ya no sean tan niños.



domingo, 14 de junio de 2015

...DETRÁS DE LA PUERTA (I)

Cuando el autobús de los reclutas llegó al campamento, era casi la hora de cenar. Los muchachos dejaron sus mochilas en un rincón de un amplio dormitorio con literas, al que oyeron que el sargento acompañante denominaba “la compañía”; en la puerta tenía el número 23. Camino del comedor, se percataron de que había muchas más compañías, dispersas por el llano, y de que la 23 era la última.  Ocuparon dos mesas alargadas, de piedra gris. La débil y fría luz de las escasas barras de neón prestaba al espacio y a los objetos un aire poco acogedor, sombrío e incluso algo tétrico, que los nuevos reclutas compensaron con una sarta de ocurrencias y chistes sobre la nueva vida que en ese punto y hora estrenaban.
Eran quince, procedentes de las provincias de Málaga, Granada, Jaén y Almería. Todos estaban en mitad de su carrera, Económicas, Físicas, Magisterio, Filosofía y Letras… Iban a realizar el período inicial de las milicias universitarias, que por primera vez se llevaría a cabo en un C.I.R. (“Campamento de Instrucción de Reclutas”), junto a los jóvenes de reemplazo.
           De vuelta a la compañía, guiados y espoleados por el mismo sargento para que se dieran prisa, les asignó las camas y les ordenó acostarse y dormirse, sin más explicaciones, a ellos y a todos los demás reclutas de la compañía. A Eduardo le tocó una litera de abajo, tan dura, sucia y maloliente, al parecer, como todas las demás. Por suerte, no era excesivamente escrupuloso y, además, el sueño le dejó poco tiempo para apreciar y lamentar lo inhóspito del lecho.          
         De pronto, la vigorosa melodía de una trompeta, acompañada de fuertes y destempladas voces del sargento, despertó a Eduardo, que no pudo evitar un sobresalto.  Era la corneta, que daba el “toque de diana”. Se incorporó, miró a su alrededor y vio a todos los chavales fuera de sus camas, medio vestidos ya, obedeciendo los gritos del mando, de nuevo atosigando a los que ya empezaban a parecer sus subordinados, para que avivaran, también ahora. Eduardo, muchacho tranquilo y de reacciones lentas, solo se había podido poner los pantalones, cuando oyó por primera vez una orden enérgica y tajante, que tanto desasosiego y desorientación le produciría cada amanecer de los tres meses siguientes: “¡¡A formar!!”. El brazo extendido y la señal del dedo índice de quien la emitió, dejaron claro que había que salir fuera de la compañía… a formar, o sea  -entendió Eduardo-,  a ponerse en fila o algo así en la puerta. ¿Para qué? No se sabía. ¿Por qué tan corriendo? Nadie preguntó  -la actitud de quien mandaba no invitaba a tomarse tanta libertad- y nadie lo explicó. Los muchachos debían de estar percatándose ya de que allí las cosas se hacían con la máxima rapidez, a toda velocidad, como si se fuera a llegar tarde a algún sitio o siempre se hubiera producido algún retraso; más aún, como si te estuvieran persiguiendo. Pronto se darían cuenta también de que no se debía a ninguna de estas razones u otras parecidas: simplemente era porque sí y, a partir de ahí, porque todos los que tenían alguna jerarquía, desde el cabo al coronel, imponían y reforzaban el modelo en cada cambio de actividad.

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...DETRÁS DE LA PUERTA (II)


Eduardo salió, como otros muchos, con la camisa y el jersey en la mano, sin calcetines y con los zapatos en chancla. Corrió todo lo que pudo  -aplicando ya, inconscientemente, el absurdo patrón general de conducta acelerada-  y alcanzó a ocupar la penúltima plaza de una de las dos filas que se formaron. Se alegró de no estar en la cola, como todos los que le antecedían. Según se pudo comprobar en las próximas semanas, las continuas carreras características daban como consecuencia la aparición de brotes de rivalidad, la pugna por llegar los primeros o, al menos, no ser los últimos. Quienes quedaban descolgados del pelotón, no solo eran avergonzados e incluso castigados por los superiores, sino también escarnecidos por los iguales. Todos terminaron por asimilar, al menos aparentemente, el valor absoluto de la celeridad, nunca justificada. De camino, se fue imponiendo un tipo de comportamiento como lucha, como disputa, como aspiración a ganar, a pesar de que el  premio solo fuera un puesto de cabeza o dos segundos menos de tardanza. La inclinación innata de Eduardo a la comodidad chirriaba en su interior con tal proceder, porque él nunca había buscado quedar por encima o por delante como meta, aunque solo fuera por no molestarse. No obstante, aquí caía a veces en la trampa y se esforzaba por ser de los primeros, sin que se pudiera explicar bien por qué.

Cuando el chaval escapó del aturdimiento de los primeros días, en que se comportó como una máquina accionada por órdenes que a él le sonaban a temibles alaridos, empezó a sentirse incómodo, molesto e incluso irritado, por la opresión del apresuramiento continuo. La parte de la jornada con actividad reglada (desde diana, a las seis y media, hasta marcha o tiempo libre, a las cinco de la tarde) le parecía como una película proyectada a cámara rápida, o sea, una sucesión de imágenes que no acertaba a distinguir, porque pasaban vertiginosa y atropelladamente; tampoco podía pararse a disfrutar, llegado el caso, de algunos de los ejercicios o quehaceres, que seguramente le hubieran interesado o al menos entretenido. El pobre Eduardo se parecía a un trompo cuando es lanzado a la cingulera y da vueltas y vueltas… por mera inercia. Claro que él lo veía al revés, como si todo lo que le rodeaba le diera a él vueltas y vueltas, impidiendo que la capacidad de reconocimiento y pensamiento le funcionara a su ritmo, es decir, pausadamente, sosegadamente, con libertad para detenerse aquí o allí, después continuar, etc.

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... DETRÁS DE LA PUERTA (y III)


Durante las horas de tiempo libre, los reclutas se imponían dos deberes: uno, comer para matar el hambre que sentían después del almuerzo y la cena, con platos que raramente se podían ni siquiera probar (parecía que, muy de acuerdo con los objetivos de la formación militar, o sea, para la guerra, allí se cocinaba no para los soldados, sino contra los soldados); y el otro, beber. No agua ni ningún otro inocente líquido. En absoluto. Pedían en la “cantina” (así llamaban al bar de la tropa) unas botellas de cocacola, se bebían el 90% del negro contenido y, a continuación, pedían que rellenaran los cascos con ginebra, lógicamente de garrafón. Así, al cuarto de hora de tal operación, ya estaban curdas, con un cebollón que llevaría su espíritu en volandas hasta la hora de la supuesta cena. Durante ese tiempo, el cerebro de Eduardo seguía rotando en torno a su eje, pero no ya por el apremio impuesto a sus acciones, contrario, como se ha dicho, a su naturaleza y a la más mínima sensatez, sino por el efecto del alcohol, que se intensificaba con el continuo y compulsivo fumar, no siempre cigarrillos. El caso es que no se puede decir que el recluta estuviera más fuera de sí, más enajenado, por la mañana y principio de la tarde, cuando lo traía y lo llevaba la corneta y la garganta del sargento o el cabo, que por la tarde, cuando las risas y las payasadas (algunos días, mezcladas con discusiones y peleas), producto de la vulgar ginebra, eran distracciones totalmente postizas.

Transcurrieron los tres meses de campamento. Poco después de cumplirse el primer mes, la ansiedad y la tribulación que aquel singular internado le producía a Eduardo, empezaron a mermar y a convertirse casi en sosegada resignación, cuando advirtió que la formación como soldado pivotaba sobre un núcleo conceptual, plásticamente expresado por un veterano que hacía de barbero y un día lo rapó: “Muchacho, cuando se entra aquí, hay que colgar los cojones detrás de la puerta. Al salir los recogerás.”

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(Las imágenes proceden de las siguientes webs: