martes, 26 de junio de 2012

ALIENACIÓN Y ALINEAMIENTO EN POLÍTICA


               En mis tiempos (que quiere decir: cuando yo era joven), tenía mucho predicamento el verbo “alienar”, sobre todo formando parte de la perífrasis “estar alienado”. Procedía de una simplificación de la noción marxista de “alienación”. Si no recuerdo mal, se usaba para afear a alguien su adscripción acrítica a una forma de pensar o de comportarse solo por ser socialmente prestigiosa o estar de moda. Se decía de quienes carecían de ideas propias y se manejaban con conceptos ajenos, provenientes de instituciones o grupos sociales de gran empuje, aunque no siempre de igual sustancia. Hoy no se emplea apenas la expresión, lo que no significa que haya desaparecido la condición de alienado.
               En el terreno de la política, un alienado es aquel que, perteneciente o no a un partido, admite la prédica de este con los ojos cerrados y aun defiende públicamente su discurso, por encima de todo y en cualquier circunstancia, con argumentos servidos por la propia organización. No posee más verdad ni más proyecto que los del partido, en el mejor de los casos porque cree en él a pies juntillas. Jamás acepta un error de gestión, puesto que toda medida, piensa, incluso pareciendo equivocada, tiene su explicación. El alienado es un forofo, un seguidor incansable, un hooligan pacífico (casi siempre), etc., y una pieza apetecida por los dirigentes políticos. Para él, todos los que no piensan como los suyos están equivocados y actúan de mala fe. El alienado político es incapaz de la más mínima objetividad, porque su visión está mediatizada. En su cabeza no hay resquicio para el análisis personal, porque su mente está “ocupada”; allí no existe nada que no sea “lo que dice/diga el partido”. El alienado está vacío de sí mismo y lleno de otro.
               Estamos hablando de alienación política, pero lo mismo que podríamos tratar de cualquier tipo de ofuscación, motivado por la entrega o cesión del propio discurrir a una autoridad, tan discutible (aunque indiscutida), llena de carencias y contradicciones como todo lo humano.
es/2011/04/convenio.html
               Algunos establecen un paralelismo entre la confianza extrema del alienado en su mentor y la fe del creyente religioso. El supuesto parecido se basa en que, en ambos casos, el fundamento del vasallaje mental resulta gratuito, responde a un proceso de adscripción a ciegas, falto de argumentos racionales; no están convencidos, sino deslumbrados, como San Pablo, al que una luz tiró del caballo. En cierto modo, esa proximidad es real y sucede, según creo, porque el alienado político se apunta a una organización partidista como si ingresara en una secta o iglesia, y toma sus principios por dogmas y sus programas por catecismos. Se da en él una confusión entre política y religión en el sentido expuesto.
                No es difícil ver, por otra parte, el punto de unión, o de contacto al menos, entre los términos “alienación” y “alineamiento”, que menciona el título. El origen y la naturaleza semántica de uno y otro vocablo son distintos: mientras “alienar” procede del latín “alius”, que significa ‘otro’ (y está en la base de “enajenar”, “ajeno”, etc.), el verbo “alinear” viene de “linea”, español “línea”, que, entre otros, tiene el sentido de ‘dirección, tendencia, orientación o estilo de un arte o saber cualquiera” (DRAE). Con lo que “alinearse” indica “vincularse a una tendencia política, ideológica, etc.” (DRAE). En relación con lo que vengo diciendo, queda claro como el agua que el alienado político se alinea permanentemente, de por vida, con el partido de sus amores, del que ni sale ni quiere salir. Volviendo a la alusión religiosa, es como el que ha recibido un bautismo y con él una señal indeleble, eterna, de modo que la renuncia o la negación equivaldría a una apostasía vergonzosa y cobarde.
               ¿No es legítimo que cualquier ciudadano, en el ejercicio de su libertad, se dé de alta para siempre en la organización que más le guste? Por supuesto que sí. Pero en este caso, como en otros, la legitimidad no es un valor, sino un supuesto, una condición. Eso por un lado, y por otro, en muchas ocasiones la formalización del ingreso acerca el riesgo de alienación, de la que sitúa a un paso al sujeto.
Prefiero la distancia, mental y material, que permite el juicio, la crítica, la denuncia, la disidencia, el cambio de acera incluso. Me gusta, en esto, la relación esporádica, temporal y efímera, más que el casorio. Hay ya mucha gente, en España y sobre todo en países con más tradición y cultura democráticas, que en el instante de emitir su voto o cuando participa en discusiones se atiene a los hechos y no a las doctrinas, o sea, respalda a la formación política que le ha demostrado, con su gestión, que puede confiar en ella para mejorar la vida colectiva e individual, aunque esa formación sea de signo ideológico distinto e incluso opuesto a la que votó anteriormente. “Cambiarse de chaqueta”, que es como llamamos aquí a tal proceder, igualándolo a la del apóstata, debería ya dejar sus connotaciones negativas, al hablar del elector. Sería un signo de madurez ciudadana, estoy seguro.

Post scriptum: A quien he puesto de vuelta y media en este modesto análisis es al alienado político, un tipo muy diferente del bribón político, del aprovechado o “convenido”, del que aplaude servilmente a quien le da de comer y le satisface sus caprichos. Ese no será nunca un alienado, ni tampoco lo contrario, sencillamente porque no tiene ni alma ni cerebro, sino solo estómago y cartera.

lunes, 18 de junio de 2012

MINISTRO...


               Recordaréis la rueda de prensa ofrecida el pasado 9 de los corrientes por el ministro de Economía para anunciar la concesión de una “línea de crédito” destinada a la banca española. En relación con este tema, tan grave, delicado y trascendente, la cuestión que voy a tratar aquí es realmente menor, porque no tiene incidencia en el mundo de los euros, en el serio problema económico  que ahora padecemos. Me voy a situar en la perspectiva de la comunicación, desde la cual sí que juzgo relevante el hecho.
               A lo largo de la sesión, los periodistas, todos sin excepción (incluido uno que se expresaba en inglés), se dirigían al representante del gobierno con la palabra “ministro” en la inmensa mayoría de sus preguntas y observaciones. Usaban el término que indica el cargo, omitiendo el sustantivo de tratamiento “señor”. Salvo en una ocasión o dos, nunca decían “señor ministro”.

               “Señor ministro” es la fórmula tradicional, idéntica a “señor presidente”, “señor director”, “señor gobernador”, “señor administrador”, etc., o su femenino, “señora”. Responde, pues, a una norma, que opera también cuando se recurre al apellido o apellidos: “Señor Gómez, señora Benítez, etc.”. Se añade que este uso de “señor/a” queda reservado para las situaciones de cierta formalidad (orales o escritas), como una rueda de prensa por ejemplo, y no aparece en actos de comunicación coloquiales. Lleva, además, implícito el tratamiento de cortesía “usted”. 

2012/06/10/europa-rescata-banca/1263049.html
               Podemos especular acerca de los motivos de la progresiva supresión de “señor/a” y aventurar alguna hipótesis que intente explicarla. Así, la tendencia actual a fomentar la igualdad o, al menos, a acortar distancias sociales, de rango o jerarquía, entendidas como excesivas. La palabra “señor/a” simbolizaría esas distancias y comportaría la manifestación de un inmoderado respeto, rayano en la sumisión y pleitesía, que hay que desterrar, al menos en las formas. Los tiempos que corren son proclives, además, a tratarnos con una confianza y familiaridad superiores a las que la diferencia de edad y posición social, así como el grado de conocimiento o relación personal han permitido hasta ahora.

               Discutible, como todas, esta teoría parece razonable, teniendo además en cuenta la coincidencia del fenómeno con el del tuteo general, o casi general, que puede considerarse de la misma índole y responder al mismo afán nivelador, traducido en una notable propensión a la camaradería. Un ejemplo claro está en el ámbito de la enseñanza, donde cualquier niño puede pedir a su profesor que le aclare algo con frases así: “Maestro, explícalo otra vez, que no me he entrado de nada”. No solo se aprecia la eliminación de “señor”, impensable ya en el aula, sino también la sustitución del “usted” por el “tú”.

               Otro aspecto de la misma cuestión apunta a la posibilidad de que determinados tipos de cargos sean más propicios que otros para la supresión de “señor/a”, así como el nivel de penetración o generalización en la comunidad. No estoy ahora mismo en condiciones de abordar tales extremos, porque carezco de datos. Al parecer, esta forma de apelación se está imponiendo en muchos y diversos contextos, según se desprende de la naturalidad y constancia de su empleo en una rueda de prensa como la que vengo citando, de tanta significación, no solo por la categoría del político y el interés del asunto, sino también por el hecho de ser televisada en directo para todo el país.

                ¿Cuál es la doctrina actual de la Real Academia a este respecto? Acabo de recibir un correo de la docta casa, como respuesta a una pregunta mía expresa. Dice así: “En el uso vocativo, estos cargos van precedidos de la palabra señor: ‘Señor ministro: permítame una pregunta’. ‘Pero, señor director, los datos que usted maneja no son exactos’.”
               Y ahora, ¿cómo le ponemos al niño?, decimos en mi tierra cuando nos quedamos sin saber qué hacer o a qué atenernos.