miércoles, 21 de diciembre de 2011

REGALO DE NAVIDAD


Me quedo con la faceta obsequiadora de la Navidad y os deseo los mejores regalos. Por mi parte, voy a cumplir con este presente literario, debido a una extraordinaria escritora americana en castellano. Creo que viene a pelo en mi blog, dedicado a las palabras. Aparte, ¿no puede ser una cosa bastante sana pensar de vez en cuando en las musarañas? Un cálido abrazo.


MUSARAÑEANDO
          Hoy vi una  musaraña. Pienso a menudo en las musarañas. Pero hoy incluso estudié una musaraña. Pobrecita mía, es un animal chiquito, gris, con el morro demasiado largo en proporción a su cuerpo. No es bonita la musaraña. ¿Por qué, entonces, tiene un nombre bonito, unos significados casi místicos, románticos? Quizás antiguamente fuera un animal doméstico, cariñoso. ¿Será porque es el más pequeño de los mamíferos? La que yo vi estaba muerta, un poco más grande que el dedo pulgar. Un ratoncito, pensé. Pero, cuando me acerqué, vi que no, que tenía la cara alargada y me acordé de haber mirado la palabra en un diccionario ilustrado hace años. Sí, vi una musaraña. Intentaré volver a olvidar su aspecto y pensar en la belleza de su nombre. Intentaré pensar en las musarañas más a menudo.

                                                                    Sharon E. Smith, Dicho sea de paso

martes, 13 de diciembre de 2011

DIME CÓMO LO OYES Y...


               La gente habla de la forma que mejor sabe y puede en cada ocasión. No conozco a nadie que se exprese incorrecta o inadecuadamente aposta. Todo el mundo acude a las palabras y giros que cuadran, en su opinión, con lo que quiere manifestar, con el objetivo que persigue y con las condiciones en que se desarrolla el acto comunicativo. Para lo que quiero exponer, doy este principio (que también podría aplicarse a la escritura) por cierto. ¿Cómo se explicaría, entonces, que, no pocas veces, bastantes personas pronuncien palabras de forma incorrecta, usen términos impropios, construyan erróneamente las frases, etc., etc.?


               La ignorancia, eso es lo que lleva a hacer las cosas mal, creyendo que se hacen bien. Ejemplos al canto. Hay quien dice “Fairola”, en vez de “Fuengirola”, sin ningún cargo de conciencia toponímico. Y quien, tragándose una sílaba de “probabilidad”, la deja en “probalidad”. Y quien, arrogándose inconsciente el poder de alterar el léxico, habla de “zurraspas”, incrementando el auténtico “zurrapas”. Y quien se aplica gasa y “esparatrapo”, en lugar de “esparadrapo”. Y quien conjuga “dicieron” por “dijeron”, “quedré” por “querré” e incluso “hadré” por “haré”. En un colegio, una de las madres de alumno se refería a los niños que no iban a ir a una excursión con sus compañeros porque tenían varios “aperseguimientos”, o sea, “apercibimientos”, entendidos, digo yo, como actos de “persecución” de la mala conducta. Y un estudiante alababa la sociabilidad de mi perrita y la piropeaba diciéndole que era muy “cariñoja”.

               Los mecanismos fonéticos, gramaticales y léxico-semánticos que operan en estas mutaciones son diversos, desde la ultracorrección o la etimología popular a la simple deformación de las secuencias sonoras sin una base lingüística especial. De eso ya se ha tratado en este blog y en otros muchos lugares dedicados a la materia. Hoy quiero referirme en concreto a la ignorancia.

               Consiste en no saber pronunciar “bien” una palabra o en suprimir (menos comúnmente, añadir) sílabas enteras, según se observa en la mayoría de los ejemplos citados. Tal desconocimiento proviene casi siempre de una percepción auditiva errónea, o sea, de oír los vocablos de una manera distinta a como salen de la boca de quien los pronuncia como debe, para reproducirlos a continuación exactamente como se han creído oír. Por mil motivos, quien se expresa oralmente no siempre vocaliza como un buen locutor  o un buen actor, y su discurso llega al oyente con mayor o menor “ruido” y desnaturalizado por toda suerte de interferencias.

               Estos inconvenientes en la transmisión, absolutamente normales y esperables, se compensan por lo general con la escritura, donde, salvo excepciones, las palabras se reproducen intactas (hago caso omiso estratégico de los dialectos más o menos lejanos de la fonética que representa la escritura).  Pero, y aquí está el auténtico problema, no todo el mundo accede a la lengua escrita con la intensidad y frecuencia necesarias, y tampoco recurre a la consulta de diccionarios o enciclopedias. No importa que hayamos alcanzado en España y en el mundo “civilizado” el cien  por cien de la escolarización. Cantidad de niños concluyen la escolaridad y abandonan ya el trato con la lectura y la escritura: a partir de ahí ya todo es oral y auditivo. Porque en el ordenador tampoco se lee y lo que se escribe es pura lengua hablada transcrita, o incluso menos.

               El nacimiento de los dialectos y, de ellos, las lenguas, a partir de otra anterior, se debe a la ignorancia a la que me vengo refiriendo. En los siglos medievales, el latín vulgar (hablado) en España se fragmentó y dio origen a modalidades lingüísticas, algunas de las cuales hoy son idiomas nacionales o regionales, gracias al carácter ágrafo de la “cultura” de la mayoría de la población, que aprendía tan solo de oído. Así se perpetuaron las singularidades propias de cada región al tratar de reproducir el latín y las “equivocaciones” propias de toda clase de habla.

               Los estudiosos suelen afirmar que hoy resultaría impensable un proceso como el que acabo de describir, porque la presión de la lengua escrita es muy fuerte. No voy a ser yo quien me oponga a los sabios. Sin embargo, hay días en los que le asaltan dudas a uno acerca de si el empuje y el alcance del magisterio lingüístico de la escritura llegan a tanto como se piensa.

sábado, 3 de diciembre de 2011

ÉTICA COMUNICATIVA


               Me temo que los hechos que voy a narrar ocurren con harta frecuencia y que cualquiera de vosotros conocerá alguna variante o incluso habrá participado en situaciones parecidas. Resumo: hace unas semanas, en uno de los blogs que sigo (seguía) y en el que incluyo (incluía) habitualmente mis comentarios, subió el suyo una señora en lengua catalana. El dueño de la página, profesor de Lengua Española en alguna ciudad de la región, le respondió también en catalán. Yo, con todo respeto, le indiqué que me parecía una falta de delicadeza, teniendo en cuenta la diversa procedencia de los lectores y comentaristas, entre los que se incluyen no solo españoles, sino también hispanoamericanos. La concurrencia es, efectivamente, varia y numerosa. El titular del blog me respondió que fue una elección libre de la señora, digna de ser respetada, y que el catalán es una lengua española como otras, que le une a ella un lazo emocional como su segunda lengua que es, etc. Le contesté con una historia de la mili (milicias universitarias, es relevante el dato), en que tres catalanes terminaron por encontrarse aislados porque se empeñaban en utilizar su lengua, incluso en presencia de compañeros que la desconocíamos. La siguiente intervención del bloguero insistía en los mismos términos de la primera, pero con algo más de dureza y contundencia. Incluso se atrevió a aconsejarme que, en aquellos días de la mili, tenía yo que haberme acercado a sus paisanos y haberme interesado (supongo que es eufemismo de “haber aprendido”) el catalán. Desde luego, en ningún momento se excusó. Ante eso, no pude sino sentirme excluido y procedí a despedirme para siempre. 

               La comunicación humana mediante la lengua se rige por unos principios básicos, que toda persona almacena en su inconsciente y que, junto a otros muchos conocimientos lingüísticos, constituyen la llamada competencia comunicativa. Son las reglas de juego esenciales. Los estudios  más recientes reparten dichos principios en dos grupos: el de “cooperación” y el de “cortesía”. El primero asegura el entendimiento y la cabal transferencia de los mensajes que se intercambian los participantes, y el segundo, la buena relación entre ellos y la salvaguarda de la dignidad de cada uno. Por ejemplo, una de las “máximas” de cooperación consiste en “decir la verdad” siempre; otra, en “ser todo lo informativo que sea necesario”. Entre las de cortesía, están la que lleva a usar formas de tratamiento adecuadas (“usted”, “señora”) o a no herir la sensibilidad de aquel a quien nos dirigimos (llamar “tonto” a su hijo Down). La aceptación y aplicación de estos principios constituye no solo un supuesto necesario de la comunicación, sino también un código ético imprescindible.
               Como puede entenderse sin dificultad, cambiar a una lengua que no conocen (todos) los interlocutores en el curso de un acto de comunicación significa infringir no solo el principio de cortesía, sino también el de cooperación. Es decir, las tablas de los mandamientos de la ley comunicativa. Pero hay más. Los citados principios, de los que siempre predomina el de cortesía, no se pueden (deben) vulnerar y, si el hablante lo hace sin explicación alguna, este hecho produce una especie de mensaje implícito, al que se denomina técnicamente implicatura.
               La conclusión en relación con lo sucedido en el blog al que me refiero está clara: el comportamiento, carente de toda ética comunicativa, de la señora y el caballero que echaron mano de su lengua, extraña a muchos de los demás visitantes, valió como (“implicó”) una ofensa, un menosprecio, un deseo de ignorar, expulsar a los que no éramos catalanohablantes. Alguien a quien comenté la experiencia, que sinceramente me produjo bastante desazón, dijo que, por cosas como estas, a veces no sentimos la estima que de suyo se merece la lengua de Joan Maragall o Lluis Llach, entre otros eximios usuarios.