A raíz del aciago suceso del 11
de marzo de 2004, el atentado de los trenes de Atocha, se puso en circulación
la expresión “autor intelectual”, que se viene empleando en los medios de comunicación
hasta la actualidad. Parece que llegó a nuestro ámbito lingüístico con ánimo de
quedarse y lo ha conseguido. Incluso traspasa nuestras fronteras: “Nicaragua
investiga a supuesto autor intelectual de muerte (sic) de Cabral” (*). Yo la
traigo a colación, porque, aparte de que no me gusta en sí, creo que no es muy
afortunada y tal vez haya que promover su sustitución.
Lo que se quiso nombrar entonces y
se quiere designar ahora es lo que, en otro atentado salvaje, fue la función de
Bin Laden o lo que realiza la cúpula de ETA en los dolorosos atentados
terroristas de nuestro país. Entiendo que el sintagma nació por oposición a “autor
material”, referido a la cuadrilla que colocó las bombas en los desventurados
trenes madrileños de cercanías. Seguramente ocurrió mediante un mecanismo muy
simple: si hubo un autor material, tuvo que existir el “autor” que, sin actuar
en el escenario de los hechos con algún cometido “físico”, ideara y organizara,
e incluso financiara la intervención terrorista. ¿Cómo denominarlo? A falta de
otra palabra, se pensó en un adjetivo cuyo significado fuese contrario a “material”,
una especie de antónimo. Rechazados, por claramente inapropiados, vocablos como
“espiritual”, “mental”, “anímico”…, se acudió por fin al término “intelectual”,
en mi opinión no menos inadecuado.
El diccionario de la RAE distingue
tres significados de “intelectual”, de los que el más cercano a la parcela de
la actividad terrorista que comentamos es el primero: “1. Perteneciente o relativo al
entendimiento “. Sin embargo, si
buscamos “entendimiento”, los sentidos atribuidos apuntan sobre todo a la
capacidad de entender o entenderse, que no es lo que subyace esencialmente a “autor
intelectual”.
La
comisión de un atentado, acción bastante compleja y muy arriesgada, exige una larga y
minuciosa preparación, una financiación cuantiosa, la adquisición de los medios
e instrumentos apropiados, no cualesquiera, la contratación del personal ejecutante
mejor preparado y más capaz de guardar sagrado silencio, etc. Todo esto
corresponde a la etapa de planificación, de la que está ausente el plan de fuga.
Previamente, en un momento dado, una persona o varias conciben la posibilidad
de realizar el atentado, deciden llevarlo a cabo en tal lugar y fecha, y poner
en marcha el proceso de planificación mencionado. Todo eso, concepción, diseño
y aprovisionamiento, es lo que se ha pretendido que englobe le frase “autor
intelectual”, de manera forzada e impropia a mi entender.
Modestamente,
mantengo que el término que mejor corresponde, o al menos uno de ellos, es el de “responsable” o, si se quiere afinar
más, “responsable último” o “supremo”. Un titular como este, “El juicio del
11-M no pudo identificar al responsable último, individual o colectivo, del
atentado”, me suena a mí más elegante, más acorde con el espíritu de nuestra
lengua, más natural, que otro construido con “autor intelectual”, en donde se
desnaturaliza el adjetivo intelectual y se echa a perder toda la expresión.
Algunos sinónimos de “responsable último” podrían ser “promotor”,
“impulsor”, “inspirador”, “instigador”, “organizador”, “planificador”, etc.,
incluso el metonímico “cerebro”.
Para
terminar, y al margen de lo lingüístico, destaco que, desde mi punto de vista y el de muchos otros, lo más sangrante del 11-M y su responsable último es que todavía no se sabe quién
es este y que, al menos hasta el momento, tal desconocimiento parece no preocupar en círculos políticos y judiciales.
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