jueves, 7 de marzo de 2024

TESORO DE PALABRAS PREDILECTAS (III): FASCINANTE

 


Debería yo de tener 13 o 14 años cuando el adjetivo «fascinante» emergió de mi inconsciente, al cual no supe nunca de dónde había llegado tan norabuena; tal vez un poema, una novela juvenil, alguna charla en el colegio, algún libro religioso… No sé. El caso es que tomé conciencia de la palabra, junto con el verbo originario «fascinante», y quedé deslumbrado.

Recuerdo que unía yo estas palabras a la impresión que causa la belleza ―de cualquier tipo, incluso intelectual o espiritual―, como principal foco y agente de «fascinación». Vivía el acto como una poderosísima atracción, ejercida por la visión de algo o alguien dotado, para mí,  de una sorprendente y maravillosa hermosura, ante la cual quedaba maravillado, atónito, aturdido, secuestrado. Apenas conservo en la memoria imágenes o recuerdos «fascinantes» de aquellos días. Entre los que guardo, sobresalen alguna música cautivadora, como el segundo movimiento del Concierto de Aranjuez (RODRIGO -- CONCIERTO DE ARANJUEZ -- II Adagio (youtube.com)ciertas secciones de Peer Gynt (Edvard Grieg: Peer Gynt Suite No.1 & No.2 ​- Bjarte Engeset (op. 46, op. 55, op. 23) (youtube.com) o la canción Inch'Allahj de Adamo (Salvatore Adamo - God willing (Si Dios quiere / Inch' Allah / Si Dieu le veut) (youtube.com) y algún paisaje nocturno, perdido ya en la neblina de la lejana memoria. La luna llena me henchía el pecho de emoción y su contemplación me apretaba un nudo en la garganta. ¡Cuántas noches quedé embelesado, fascinado, con los ojos hacia el cielo en la terraza de mi casa!

Hoy día sigo encontrando seres y objetos dotados del mismo poder seductor que aquellos y que otros de diferentes épocas, pero ya no son tantos ni su fuerza es tan poderosa. No parecen tan «fascinantes». Estoy seguro de que la adolescencia es la edad más propicia para ser bendecido por alteración tan placentera como la que estoy describiendo. Llega un punto en que al niño se le abre un mundo completamente nuevo, deslumbrante, en el que descubre lo que ni siquiera imaginaba que podría existir ni ser como lo empieza a ver y sentir. Son ráfagas, momentos de plenitud, en los que parece que un dios penetra en su corazón y lo inunda de emoción hasta que se desborda.

Ocurre, además, que la palabra en sí, «fascinante» ―predominante en mi estimativa sobre el verbo―, la sucesión de sonidos, tiene para mí un gran atractivo. Resulta  bastante original su sonoridad, por la unión contrastada de la «s» y la «c», que en castellano ostentan un cercano parentesco acústico, a la vez que una notoria oposición («tasa» - «taza»), y por la presencia de la nasal en la sílaba tónica, que origina una gran resonancia.

No he llegado a saber hasta muy tarde que «fascinar» posee una acepción negativa ―¡quién lo diría!―, que el diccionario de la RAE define, de manera quizás poco nítida, como «engañar, ofuscar, alucinar». Supongo que es herencia del valor etimológico, en tanto que procedente del verbo latino fascinare, cuyo significado era «hechizar, embrujar, encantar, echar mal de ojo». Nótese el doble sentido, negativo y positivo, del verbo «encantar» (y tal vez de otros sinónimos, como «hechizar» o «cautivar»), paralelo al de «fascinar». Hay sinónimos o casi sinónimos de las palabras que estoy comentado, verdaderamente «fascinantes» también, a la par que ambiguos: «cegar, enloquecer, maravillar, arrebatar, embelesar, arrobar, seducir», entre otros.

Algo más me sucedía con «fascinar» y «fascinante» en aquellos tiernos años, algo un poco raro. Más que las palabras, o antes que ellas, fui poseído sin notarlo ―junto a otros muchos de mi edad, supongo― por la capacidad de sentir «fascinación», por emocionarme hasta límites insospechados con la contemplación de personas, de objetos, de sonidos, de lugares, de panorámicas nocturnas... Y llegó un momento en que fui consciente de esa facultad que tanto placer me procuraba. Entonces creo que fue cuando vinieron el verbo y el adjetivo a nominarla, y ellos quedaron así contaminados  del encanto de lo que designaron en mi idioma personal ya para siempre. Todavía más: yo era feliz con lo maravilloso de todo aquello que, al percibirlo, me «fascinaba»; también por la palabra. Pero no menos, y esto es lo extraño, por el mismo poder de «ser fascinado», si es que esta fórmula está permitida por la gramática. Mucho tiempo después se me ha ocurrido la barbaridad de poner este hecho en paralelo con la inconcebible condición innata de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, de Patrick Suskind, sin que, por supuesto, tengan absolutamente nada que ver. Sé que la conmoción interior que causa la contemplación de la belleza, en cualquiera de sus variantes,  es un componente universal del espíritu humano. La sorpresa que me produjo al iniciarse en mí ¡y el indescriptible goce subsiguiente! fueron sin duda fruto de la corta edad y poca experiencia.

Hoy me alegro de haber sido así tan feliz.


martes, 5 de marzo de 2024

TESORO DE PALABRAS PREDILECTAS (II): ARMONÍA

 


Era un aire suave, de pausados giros;
el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violoncelos.

                                      Rubén Darío

Para el poeta, Armonía (o Harmonía) es un hada, es decir, un espíritu protector dotado de aspecto humanoide, con alas en este caso. Los griegos la consideraban una diosa, precisamente la del acuerdo, el entendimiento, la paz, principalmente en el ámbito matrimonial. Los romanos la bautizaron como Concordia Augusta, hija de Ares y Afrodita, y esposa de Cadmo. Véase la etimología de este nombre, procedente de corde, ‘corazón’, y cum, ‘con’ (“unión”). Para mí, armonía es una palabra, solo una palabra, eso sí, muy querida desde siempre, una de mis preferidas. Soy, por eso, uno de los muchos, supongo, que estiman el acuerdo y rechazan la discordia, nombre que, curiosamente, daban los romanos a la diosa opuesta a la Concordia.  

Me agrada este término no tanto por su cuerpo sonoro, cuanto por lo que significa, desde un punto de vista general, así como en el campo particular del arte, la técnica, las relaciones sociales. De las definiciones que ofrece el diccionario de la RAE, la que me parece más amplia y abarcadora es esta: «Proporción y correspondencia de unas cosas con otras en el conjunto que componen». Se puede aplicar a la relación personal («Amistad y buena correspondencia entre personas»), a la música («Arte de formar y enlazar acordes», esto es, conjuntos de sonidos que se producen simultáneamente), a las artes plásticas (buena correspondencia entre formas, colores, tamaños, etc., en las obras pictóricas, escultóricas o arquitectónicas), a la poesía, al vestido, la decoración, etc.

De donde se desprende que me gusta que las personas nos entendamos, que haya acuerdo entre nosotros, que prime la buena relación y el afecto; y desdeño el enfrentamiento, la pugna, la enemistad, la agresividad y violencia, el roce. Yo hago siempre todo lo posible por llegar a la coincidencia, aun partiendo del desacuerdo. Las diferencias que enfrentan  las considero oportunas y beneficiosas solo si se hallan encuadradas dentro de un régimen de compatibilidad, que permita y conduzca a la avenencia y el trato afectuoso, colaborativo. ¿Hay algo más hermoso que la existencia de dos o más seres que se entienden, que se llevan bien, que se aceptan en su singularidad, se respetan, valoran y estiman? Sirva como contraejemplo el proceder de la clase política en sus actuaciones dentro y fuera del parlamento, fenómeno del que he tratado en otro artículo (AHÍ TE QUIERO YO VER: ODIO, REPULSA (ramosjoseantonio.blogspot.com)). Me molesta presenciar una pelea, una discusión sin intención de llegar a arreglo alguno, por insignificante que sea. Prefiero ceder a distanciarme y romper, no tener cuentas pendientes, saludar con cordialidad a hacerme el longuis cuando me cruzo con alguien, entender a los demás a repudiarlos, etc. Siempre hay algún punto en el que individuos distintos pueden coincidir.

Lo ideal, pienso, es que las personas encajemos como lo hacen las piezas de un rompecabezas cuando se buscan, se encuentran y se funden dentro de un único todo. O que haya una sintonía o compatibilidad semejante a las notas que forman gran parte de los acordes en la música. Precisamente, la disciplina que estudia los acordes se denomina Armonía. Su estudio y conocimiento siempre me ha atraído poderosamente desde que tuve noticia de ella, siendo aún adolescente. Aunque parezca una contradicción, existen acordes disonantes, que son conjuntos de notas simultáneas entre las cuales hay una o varias que chocan con alguna o algunas de las demás. En muchos casos, estos acordes provocan una tensión acústica que pide ser resuelta en el siguiente, ya sin disonancia. Es una especie de desacuerdo momentáneo, premonitorio, tendente a la búsqueda de la concordancia. Como en la vida cuando se enfrentan pareceres, como en el rompecabezas cuando se intenta acoplar piezas incompatibles en busca de colocar la apropiada, etc.  

Los grandes artistas, sea cual sea su especialidad, saben de los efectos armónicos e inarmónicos. Por ejemplo, el contraste, consistente en el emparejamiento o proximidad entre elementos que coinciden en algo y se distinguen también en algo. Confieso que gusto más de la coincidencia, el paralelismo, la correspondencia, incluso la igualdad que del contraste. Como hecho curioso, y en tanto que profesor, siempre he defendido que los alumnos vayan vestidos de uniforme, el cual se me representa como una estructura superior, una especie de sello familiar, que une, que cobija, ampara, protege… a quienes lucen su imagen y a ella se acogen. Me llama mucho la atención también encontrarme con hermanos gemelos, que son casi idénticos, como dos gotas de agua, según suele decirse. Igual que una urbanización o barriada con todas las casas iguales o muy parecidas, una banda de música uniformada, un poema con rima, el mobiliario de un restaurante que se atiene a un estilo o, más humilde, el de un aula, las hileras de arbolitos o de farolas en las avenidas, etc., etc. Me agradan todas estas realidades y no me importa que esténn a veces al borde de la monotonía.

En fin, me atrae todo elemento que concuerda, se adecua, toma parecido y afinidad con los seres de su entorno. Todo conjunto, en suma, donde hay armonía. En muchos de mis actos y relaciones siempre he buscado, busco y supongo que buscaré que reine la diosa Armonía o Concordia.

 



jueves, 22 de febrero de 2024

TESORO DE PALABRAS PREDILECTAS (I)

 

Si nos ponemos a rebuscar en el fondo de nuestra conciencia lingüística, todos tenemos ahí depositadas un puñado de palabras favoritas, de palabras a las que tenemos gran apego. Nos suenan de un modo especial, nos besan los oídos cuando llegan hasta ellos, las pronunciamos con delectación, regusto, con singular devoción y respeto, nos hacen detenernos y complacernos cuando nos encontrarnos con alguna en la lectura. Son, por derecho, nuestras palabras más queridas.

Mi extensa vida me ha permitido depositar en ese baúl sentimental una docena de términos, o pocos más, y ahora, después de estar guardados y protegidos del olvido, quiero buscarlos por los rincones de mi memoria y sacarlos a la luz, para contemplarlos, admirarlos, disfrutarlos como tesoro almacenado; también pretendo ofrecerlos a quien tenga un espíritu pronto a recibir regalos de cultura.

Unas de esas palabras me han gustado por sus sonidos, otras por lo que significan, casi todas por los elementos de mi entorno y mi experiencia más cercanos a los que aluden. La inmensa mayoría, por todos estos motivos a la vez.

Creo que la grandeza de las palabras que nos importan no está en lo que son o en lo que contienen, sino en la resonancia que su presencia o su evocación dejan. Espero plasmar en las hojas que siguen esa estela que en mí dibuja el breve número de términos que paso a glosar. No van ordenados según criterio alguno, salvo tal vez los dos primeros, que se han ganado sus puestos a pulso: uno, el de cabeza, es el que más amo ahora; el segundo, el de mayor antigüedad en mi recuerdo de preferencias verbales.

Comienza aquí, pues, mi pequeño y humilde Tesoro de Palabras Predilectas. Espero tocar en alguna página alguna fibra de la sensibilidad lingüística de algunos de los lectores.  


viernes, 19 de enero de 2024

MINIRREFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

 

 

El Congreso de los Diputados ha aprobado hoy, 18 de enero, la modificación del artículo 49 de la Constitución Española, con el fin de introducir una nueva denominación de las personas con ciertas características particulares. Hasta ahora, decía así:

"Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos".

 

La reforma se centra en la palabra «disminuidos» y hace que el nuevo texto sea el siguiente:

"Las personas con discapacidad ejercen los derechos previstos en este título en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas. Se regulará por ley la protección especial que sea necesaria para dicho ejercicio.

Los poderes públicos impulsarán las políticas que garanticen la plena autonomía personal y la inclusión social de las personas con discapacidad, en entornos universalmente accesibles. Asimismo, fomentarán la participación de sus organizaciones, en los términos que la ley establezca. Se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad".

En síntesis, el principal cambio que pretendo comentar consiste en la sustitución de la expresión «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos» por «personas con discapacidad». En primer lugar, diré que, tratándose de una mera mutación nominal, lo suyo es contar con la opinión de especialistas en cuestiones del idioma y haber solicitado un informe a la Real Academia de la Lengua, por ejemplo, sobre la conveniencia y oportunidad del cambio y el modo más adecuado de efectuarlo. No sé si se ha requerido, pero me temo que no. De haberse llevado a cabo, la institución habría remitido al diccionario por ella elaborado, antes o después de las observaciones que hubiera creído pertinentes. Me traslado, pues, a dicha obra y copio lo que en ella se lee sobre las dos expresiones. Para la hasta ahora vigente, «disminuido», dice:

Adj. Que ha perdido0 fuerzas o aptitudes, o las posee en grado menor a lo normal. Apl. a pers., u.t.c.s.

Sinónimos: reducido, encogido, discapacitado, minusválido.

Para la definición de «discapacidad», dice:

«1. f. Situación de la persona que, por sus condiciones físicas, sensoriales, intelectuales o mentales duraderas, encuentra dificultades para su participación e inclusión social.

Sin.:

 minusvalía.

2. f. Manifestación de una discapacidad. Personas con discapacidades en las extremidades.»

Analizando ambas explicaciones, confieso que tengo dificultad para apreciar diferencias importantes, salvo que la primera es más escueta y la segunda, más detallada. Son, prácticamente sinónimas y ambas comparten el equivalente lingüístico «minusválido». Hasta aquí, pues, no se ve con claridad razón suficiente para mudar la redacción del texto legal. En todo caso, si relacionamos «disminuido» con algunas acepciones del verbo «disminuir», de las que recoge el propio diccionario académico en el apartado de sinónimos («reducir, menguar, mermar, rebajar, restar, acortar, empequeñecer, menoscabar»), puede apreciarse un cierto tinte peyorativo, creo que inherente al sentido de pérdida (en el componente físico o psíquico) al que puede aludir en muchos contextos. Sin embargo, no le va a la zaga el competidor «discapacitado» o «persona con discapacidad», en donde el prefijo «dis-» aporta con toda evidencia un contenido negativo, como en «discordancia», «disculpa», «disconforme», etc. De este modo, para todos los que hablamos español, «discapacitado» es un hiperónimo que, lo mismo que «disminuido», menciona a una persona que carece de una o varias capacidades o las posee en un grado inferior. Se parece mucho a «incapacitado», pero tal vez este sea más áspero o crudo. Todas las anteriores comprobaciones me llevan a reiterar la poca ventaja, si es que hay alguna, de expulsar del diccionario «disminuido» e introducir «persona con discapacidad».         

Casi seguro que uno de los móviles de los promotores del cambio se relaciona con el deseo de poner en circulación, al menos en el uso político, jurídico y administrativo, sinónimos que no molesten, que no ofendan, que no resalten defectos, limitaciones o menoscabos, o no lo hagan mucho. Un ejemplo claro lo hallamos en la denominación de ciertas personas extranjeras, como la preferencia de «musulmán» o «árabe» por «moro», «corpulento» por «gordo», «mayor» por «viejo», etc. Se trata, sin duda, de un aspecto del movimiento o corriente de lo políticamente correcto o del buenismo. Pero, ¿es seguro que suena realmente mejor «discapacitado» o «persona con discapacidad» que «disminuido»?, ¿es más suave, más delicado? Puede que sí, que en el uso diario, la palabra constitucionalmente sustituta, «discapacitado», aluda menos descarnadamente que la suplantada, «disminuido», a la condición, innata o adquirida, de ciertas personas con dificultad para integrarse y desenvolverse socialmente por razón de alguna merma.

He dicho «en el uso diario», aludiendo al habla cotidiana, de los medios, etc., y queriendo decir que la frecuencia de utilización de un término lo carga de ciertas adherencias valorativas, positivas o negativas, que en un principio no tenía. Así, la expresión «síndrome de Down» vino a desbancar al calificativo «mongólico», de suyo alusivo simplemente al parecido facial, cuando llegó a arrastrar este adjetivo o sustantivo una enorme carga despectiva ya, muy visible en la abreviación «mongolo». Puede que algo así hayan considerado los grupos políticos del Congreso partidarios de que se vaya desterrando el apelativo «disminuido», pensando que trasluce demasiado el hecho de que a la persona así nombrada «le falta algo». En cambio, el sinónimo o casi sinónimo «discapacitado» o «persona discapacitada», por ser reciente y menos transparente semánticamente (a no ser que se la analice con detenimiento), está aún bastante libre de coloración peyorativa. El mecanismo no se sitúa, por otra parte, lejos del que opera en la sustitución eufemística, del tipo «gay» u «homosexual» por «marica», por ejemplo. Sabido es que los cultismos, los tecnicismos e incluso los extranjerismos suelen cumplir bastante bien esta función sustitutoria.

No entraré a discutir si el cambio léxico contribuye mucho o poco, o nada, a la aparición o fomento de nuevas actitudes y valoraciones sociales de la «discapacidad». Puede que de nuevo se le llene la mochila de significados despectivos a la palabra incorporada y haya que buscar otra. No lo sé. En el fondo está la pregunta sobre si la realidad, en este caso mental, cultural, es la que crea el lenguaje y lo modifica a su gusto, o bien sucede al revés, que es la lengua la que da lugar a la forma de pensar y sentir.. Hubo una época, primera mitad del siglo XX, en la que los especialistas se interesaron mucho por reflexionar sobre la cuestión. Ciñéndome a la reforma del artículo 49, me da la impresión que los políticos se ubican en su mayoría en el bando de los segundos (“hipótesis de Sapir-Whorf”). Quizás es porque juzgan que «queda bien y que se contribuye a cambiar el mundo».

Voy a referirme, por último, a la inclusión del nombre «persona» para componer la nominación nueva: «persona con discapacidad», en vez de «discapacitado»,  que habría conservado el paralelismo formal con la anterior texto. Creo que aquí ha primado una razón ideológica, que no es otra que la que está en la base del llamado lenguaje inclusivo o no sexista. Este movimiento, de origen feminista, defiende el uso expreso del masculino y femenino cuando se alude a grupos de personas de ambos sexos, prohibido ya por la Real Academia, o bien el empleo de palabras genéricas, no marcadas por la alusión a ninguno de los dos sexos. Precisamente, es el caso de «persona», que aparece hasta dos veces en el nuevo artículo 49. En pos de la coherencia, los legisladores han introducido un enunciado de color netamente feminista también, que me parece incluso denunciable por discriminatorio, pues da preeminencia a la protección de las mujeres y los menores «con discapacidad» sobre la que merecen los hombres adultos en idéntica situación:

“Se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad".

 

 

 


jueves, 11 de enero de 2024

LA PARRAFADA DE NO TE VERÉ MORIR, DE A. MUÑOZ MOLINA

 


Lo mismo que otros muchos objetos que permiten medirse longitudinalmente, los enunciados gramaticales (antes denominados oraciones) pueden ser cortos, medianos y largos, a los que se añaden los cortísimos y los larguísimos. Los límites de los enunciados los marcan, en el discurso oral, las pausas mayores y los tonemas (entonaciones) característicos de principio y final; en la escritura, son los puntos y seguidos y las interrogaciones y exclamaciones los índices de comienzo y conclusión; hay quien añade el punto y coma.

Los breves son propios, como se sabe, de la lengua hablada, concretamente de la conversación o diálogo. En cambio, la literatura, por una parte, y los textos jurídicos, muchos administrativos y científicos se prestan más a los extensos. ¿Obedece este reparto esquemático a alguna norma de estilo, a algún mandato o pauta académicos, o, por el contrario nacen de la simple voluntad de quien se expresa oralmente o por escrito? La respuesta no es única, o sea, un sí o un no tajantes. Dicho de otra manera, es, a la vez, sí y no. Más aún, se puede contestar incluso con el verbo «depende». Voy a tratar de explicar estas dos formas de considerar el asunto, en el fondo casi iguales.

Pero, antes que nada, conviene quedar de acuerdo en algo: se considera, en general, enunciado corto aquel que consta de entre una y quince o veinte palabras, más o menos: «Ven», «Suena una sirena de coche de policía», «Volverán las oscuras golondrinas / de  tu balcón sus nidos a colgar». Un enunciado largo tiene más de cuarenta palabras, muchas. Por cierto que, según el principio de recursividad, cualquier enunciado puede prolongarse hasta el infinito. Véase el siguiente ejemplo, muy conocido, extraído del libro de C.P. Otero Introducción a la lingüística transformacional 1970):

«Este es aquel gato / que cogió la rata /que se comió el queso / que compró la chica / que puso el vestido / que hizo la modista / que vive en el piso / que es del oficial / que armó aquel cotarro / que inició la guerra / que…»

Es un enunciado potencialmente inacabable gracias a la posibilidad de añadir «a la derecha» subordinadas de relativo sin fin. Este otro, que se incrementa por incrustación, procede del mismo autor y obra, aunque lo he adaptado un tanto:

No deja de sorprenderme / que no deje de sorprenderme / que no deje de sorprenderme / que no deje de sorprenderme… que Pepita sea fiel.

Suele citarse a Marcel Proust (En busca del tiempo perdido) como el autor de los enunciados más largos de la literatura. Hay otros también muy conocidos, como Jerzy Andrzejewski en su novela Las puertas del paraíso (1960), donde una de las dos únicas oraciones que forman la novela tiene 40.000 palabras en 180 páginas En español, el enunciado más largo se debe a Camilo José Cela en Cristo versus Arizona (1988), donde Wendell Liverpool Aspen pronuncia un monólogo de 238 páginas sin puntos. Voy a cita.  Voy a citar el último enunciado larguísimo que he visto, que consta también de 40.000 palabras ―ya son palabras― y abarca 73 páginas: es el primer capítulo de No te veré morir, la más reciente novela del escritor Antonio Muñoz Molina.

Hay textos literarios donde la enorme extensión de algún o algunos o todos los enunciados se debe, simple y llanamente, a la supresión de los puntos seguidos o aparte, para que parezca que es uno solo la sucesión de una serie de ellos. Ocurre en La caverna, de J. Saramago, por ejemplo, obra de cierto cariz experimental. Realmente, podríamos calificarlo de engaño visual, tipográfico, tal como queda de manifiesto si leemos alguna página en voz alta, tratando de expresar el sentido: notaremos que eso nos lleva a reponer las pausas propias de los puntos no impresos. No es este el caso de la obra de Muñoz Molina, tal como le he oído aclarar en alguna entrevista: ese primer capítulo está construido como una oración compuesta complejísima, que no se interrumpe y, por lo tanto, que no necesita puntos. No es que se hayan suprimido, sino que no se requieren de acuerdo con las reglas ortográficas, pues no se trata de una sucesión de enunciados. Evidentemente, esta segunda modalidad es mucho más difícil no solo de articular en su interior, sino también, tal como explicaré más adelante, de seguir en la lectura. Puede decirse que representa un reto tanto para el escritor, como para el lector; y que ambos deben ser muy avezados en el ejercicio de su actividad respectiva. Por razones obvias, me centraré en este tipo de enunciados, formados por una sola oración compuesta, que acabo de citar y caracterizar.

Si se me permite una comparación trivial, lo mismo que comemos un plato de potaje o guiso cucharada a cucharada, tragando uno tras otro los aportes de cada una, el contenido de un texto se va asimilando durante la lectura enunciado a enunciado, si es que existe más de uno. Y, siguiendo con el ejemplo, tienen que ser cucharadas adecuadas en su volumen a la anatomía humana, tanto bucal como esofágica. Pues igual ocurre con la lectura y comprensión de textos: un enunciado excesivamente largo es como una palada bien llena de contenido semántico, que estamos incapacitados de recepcionar y entender. Y esto, por una razón muy sencilla: una de las operaciones del proceso de comprensión consiste en encapsular los enunciados, una vez que llegamos a apreciar ―entre otras cualidades― su final; lo que  supone recordar e ir organizando lo anteriormente leído. Eso es imposible para nuestra memoria en el caso de que el enunciado sea kilométrico. Como suele decirse, «se pierde el hilo», o sea, para un lector normal, cesa la comprensión. Una forma de recuperarla es volver atrás y releer una o más veces lo anterior, acción que, si hay que repetir de continuo, llega a ser agotadora.

¿Presenta, no obstante, alguna ventaja el enunciado largo? Para responder a esta cuestión voy a acudir, por una parte,  a los conceptos, clásicos, de «extensión» y «comprensión» semánticas. Una palabra con mucha extensión posee poca cantidad de rasgos de significado («semas») y, por lo tanto, abarca gran cantidad de objetos, seres, acciones…; así, tenemos términos como el sustantivo «cosa», el verbo y sustantivo «ser», el adjetivo «existente», etc. A medida que aumentan los semas (comprensión), disminuye la extensión, es decir, la cantidad de referentes posibles, como «bautizar», «plato», etc. Los enunciado-oración compuesta con que ilustré más arriba el de gran longitud («Este es aquel gato / que cogió la rata /que se comió el queso / que compró la chica / que puso el vestido …») se funda en la ampliación progresiva de la comprensión, mediante subordinadas adjetivas, y reduce consecuentemente la extensión. O, lo que es lo mismo, gana, a medida que avanza, en precisión   designativa, pues ese ladrón se particulariza cada vez más. Esta es una de las características positivas del tipo de oración compuesta por subordinación de relativo. Próxima a ella, aunque algo diferente semántica y sintácticamente, está el alargamiento por coordinación o yuxtaposición, como por ejemplo «Nos trajo un reloj, dulces de hojaldre, fruta tropical, dos trajes de fiesta, una cubertería de plata, mesitas, dos móviles, unas gafas de sol, guantes de piel, salchichón, jamón, chorizos, mantecados y alfajores, una pelota de cuero, una camisa de seda, muchos abrazos y besos…». No solo la cantidad de objetos, sino también y, quizás sobre todo, la diferente naturaleza de los elementos de la lista dificultan hasta hacerlo imposible el empaquetamiento cognitivo facilitador de la comprensión de en qué consistió el «regalo», prácticamente imposible, debido a lo detallado de la enumeración. Muy distinto sería el uso de términos más incluyentes, con menos comprensión y más extensión: «Nos trajo dulces y frutas, ropa, embutidos y cariño». Aunque es también la precisión, el detalle, lo que busca el enunciado formado por una sola y larga oración compuesta por subordinación, el efecto es otro: trata de expresar causas y efectos, condiciones, comparaciones, contrastes, salvedades, excursos, alusiones anafóricas o catafóricas, la similitud y disimilitud entre elementos, etc., tal como puede verse en el primer capítulo de la novela No te veré morir, de Muñoz Molina. Cito un fragmento del comienzo « ”Si estoy aquí y estoy viéndote y hablando contigo, esto ha de ser un sueño”, dijo Aristu, mirando a su alrededor con asombro, con gratitud, con incredulidad, con el miedo a que en cualquier momento se disipara todo, volviendo la mirada hacia Adriana Zuber, medio siglo después, hacia el color y la expresión inalterada de sus ojos, sorprendido de hasta qué punto, habiendo creído recordarlos siempre con exactitud, los había olvidado, los bellos ojos risueños entre grises y azules que ahora lo miraban a él igual que la última vez, en mayo de 1967, en otro siglo y en otro mundo y sin embargo en esta misma habitación, en la que desde el momento de entrar había descubierto que casi nada había cambiado, no ya los muebles o los cuadros o las cortinas en la ventana sino la luz misma, la luz pálida que entraba desde un patio de manzana en el barrio de Salamanca, igual que los rumores vecinales y el ruido bronco pero amortiguado del tráfico, una luz de media mañana y de revelación o despedida, tamizada por los verdes de umbría fresca y savia reciente de los árboles del patio, jardín más bien, casi parque, tan espacioso, oros como de polen o polvo suspendido en el aire, flotando visible en la habitación, en la que Aristu advirtió ahora que sonaba el mismo reloj de péndulo de cincuenta años atrás, acentuando el silencio en que los dos se miraban aquella vez, en el momento de una despedida que no podían concebir, el uno frente al otro, el pelo de ella rojo entonces y no blanco pero igual de revuelto, sus ojos agrandados y atónitos, aunque no más brillantes ni bellos, cuando los dos sabían y aceptaban que se iban a separar pero no podían imaginar la magnitud del espacio ni la duración de los años que tenían por delante, demasiado jóvenes para sospechar siquiera esas amplitudes, las lejanías que pueden separar las vidas humanas, mucho más jóvenes y más inocentes y torpes de lo que creían, confiados de algún…». Nótese cómo, en realidad, los tres procedimientos de construcción de enunciado prolongado se combinan aquí.

Resulta un tanto extraño que el primer capítulo de una novela, que es el que se supone debe despertar el interés del lector y mantenerlo, esté constituido por una parrafada interminable, es decir, por una gran secuencia muy difícil de entender y de introducir al lector en la trama desde el principio. Lo cual lleva a una nueva pregunta: ¿hay algo en este estilo o modalidad constructiva que en la obra literaria, más concretamente, la novela ofrezca algún rendimiento especial, alguna sustancia expresiva propia y singular? ¿Cuál es el valor de esa sintaxis tan compleja y a menudo enrevesada, imposible de facilitar organizadamente, en el decurso de la lectura, el sentido de lo que se dice, debido ante todo a lo limitado de la memoria humana?  No quisiera caer ―aunque el precipicio está cercano― en la simpleza de decir que el principal, casi único, objetivo del arte de vanguardia es la rareza por la rareza, la ruptura con lo anterior por el simple hecho de hacer algo distinto, nuevo, la originalidad más extravagante e incomprensible, etc. Por eso quisiera buscarle alguna aportación a este patrón constructivo, algún rendimiento en el contexto de las obras donde se halla, alguna motivación creativa que lleve al escritor a su empleo. Excuso decir que en No te veré morir la cuestión se complica por el hecho de que solo es uno de los cuatro capítulos el que está redactado así, sin puntos, y eso hace bastante arduo un análisis general de la obra, que aquí no se pretende.

Utilizaré para explicarme una nueva metáfora. Supongamos que una persona está empeñada en guardar en un gran baúl una serie de objetos y empieza a introducir pantalones, zapatos, vestidos, platos, corbatas, pendientes, molletes, máquinas de picar carne, un cubo, una cadena de perro, un calefactor, unos yogures, cuadernos y almanaques, bolsas de caramelos, fotos… y así sucesivamente durante horas y horas ―páginas y páginas si fuera un escrito―, sin criterio de selección alguno al parecer. Modestamente, creo que una de las posibles explicaciones, tal vez la más simple, no sé, puede ser que todos esos chismes, ropas, alimentos, objetos tienen algo en común y por eso el personaje quiere que estén juntos, reunidos en un mismo continente; y, volviendo a lo gramatical, por eso el autor relata con un solo enunciado toda la acción, para poner de relieve que elementos tan dispares son, de alguna manera similares o, mejor dicho, equivalentes. Cuál el factor que los relaciona depende del contexto de cada obra: en algún caso será el estar destinados a la hoguera por la situación negativa que evocan, o bien porque en ellos se materializan recuerdos y momentos pasados felicísimos, o porque poseen ciertas connotaciones comunes para quien los almacena, etc. En definitiva, el enunciado largo, bien sea de tipo enumerativo o tenga la forma de oración compuesta o bien presente una combinación de ambos modos, tengo para mí que es una manera de presentar como una unidad en torno a un eje emocional o conceptual lo que en realidad es un conglomerado, un revuelto de elementos que en sí no tienen nada que ver. Sin duda, es también una innovación formal, seguramente grata al lector y al autor por la impresión que causa todo lo novedoso en el arte.

Quiero concluir anotando una particularidad del enunciado largo de Muñoz Molina al que me vengo refiriendo, como es la intervención del tiempo, pues enlaza sin solución de continuidad escenas y vivencias temporalmente distantes. A ellas es posible aplicarles la misma explicación que acabo de aventurar en el párrafo anterior, es decir, la presencia y actuación de un lazo de unión, de alguna comunicación entre ellas. En alguna de las entrevistas concedidas por el autor a raíz de la publicación de la novela le he oído decir que, para él, el pasado nunca llega a desaparecer del todo una vez fenecido, sino que pervive, de alguna manera, en el presente. Por lo tanto, deduzco, resulta normal, obligatorio incluso, hablar del pasado al describir o narrar el presente. Más aún, meter uno y otro en un solo enunciado.